Cariña mía
Qué suerte que tanto Jose María como Teresa supieran escribir y leer. Qué suerte.
Hubo un tiempo en que los novios en vez de mandarse whassaps se mandaban notitas del tamaño de una tirita. En esos tiempos los móviles no existían. Había una guerra civil y cada notita era un jugarse la vida. Teresa y José María asumieron ese riesgo. Era 1939. Él estaba preso en la cárcel de Montjuic. Ella se mudó desde Valencia a Barcelona con sus dos hijos para estar cerca suya. En las notitas se cuidaban por encima de todas las cosas. Se llamaban cariño, se llamaban cariña, se llamaban queridísima mía, se llamaban queridísimo mío. Se querían con el corazón entero. Todo cuanto pasaba en ese pedacito de papel era correspondido. Notita a notita, tinta a tinta, fueron construyendo el relato de su cotidianeidad en mitad de la guerra. Era en esas notitas donde ella se permitía ser frágil y él, tener miedo. Fuera de esos márgenes, ella era fuerte. Tiraba del carro. Cuidaba a sus hijos. Hacía colas de un día para las patatas. Le compraba saleros a Jose María. Le mandaba chorizo. El cuerpo, ay el cuerpo, le dolía por todos los costados. Se le hinchaban las piernas. Le dolía la cabeza día sí, día también. Y el alma, el alma suya solo quería piedad. Jose María contemplaba la escena preocupado entre barrotes. Solo podía opinar. Solo la podía amar. Jose María asumió como propia, la culpa de todos. Y así, sus notitas se tornaron las caricias en mitad de los disparos.
Las notitas entraron y salieron de la cárcel escondidas entre la ropa y la comida durante ocho meses. Todo esto lo cuenta Lucía Boned Guillot quien encontró en un sobre titulado “Miniaturas” todas las notitas de sus abuelos. Quien quiso honrarles publicando “la voz del padre, la voz de la madre” que se paseó entre mis manos y mi memoria el otro día en el taller de Ediciones Comisura.
Qué suerte que tanto Jose María como Teresa supieran escribir y leer. Qué suerte. La palabra fue para ellos consuelo. Alivio. Suspiro. Fuerza. Supervivencia. Rito. Sobrevivieron porque se contaron.
Casi 90 años después la vida sigue pasando ahí, en esos mismos lugares: en la cola de las patatas, en el chorizo que comemos, en el salero que nos compramos, en el bolígrafo con el que nos contamos. Y es desde los barrotes de las pantallas desde donde nos viene la culpa. Los disparos ya no suenan pero nos siguen doliendo igual.
Tener ese librito entre mis manos fue como descubrir un tesoro. Gracias por leer, Jesús 🩷
Qué maravilla que en los lugares más insólitos también exista la ternura.